El 7 de enero de 1955, Jesús, que le había
conservado en vida de manera
extraordinaria, le murmuraba: “Para ti no habrá más
sufrimientos”. Después le advierte: “Hija mía, este es tu año. Confía en mí, Yo
no falto a lo que prometo. Mis promesas de Señor Supremo e omnipotente, están
por realizarse. Tu trabajo en la tierra acabará pronto, ten confianza. El Cielo
es tuyo, allá arriba continuarás tu misión”.
El 25 de marzo, fiesta de la Anunciación,
la previno: “Ya falta poco para que llegues a la cima, dirás tu “consummatum
est” y volarás para el cielo”.
Las advertencias de Jesús la acompañaban.
En abril le habla varias veces “de la última fase de su vida”, y le revela que
iba a ser muy dolorosa y acrecenta: “Tu cielo está cerca”.
El 13 de mayo la anima: “Adelante, valor,
hija mía, cógete de mí, ven, soy tu Jesús”.
El 26 de agosto de 1955, Jesús le revela:
“Mis coloquios contigo serán ahora como el encuentro de amigos que recuerdan su
antigua amistad, llega lentamente la hora de la partida”.
El 2 de septiembre en un último y
brevísimo éxtasis, la consuela: “¿No me dijiste tantas veces que querías
consumirte en mi amor? Valor, valor, tomé al pie de la letra lo que me decías”.
En dos viernes consecutivos del mes de
septiembre, como faltara el sacerdote en la parroquia, Alejandrina recibe la
comunión de la mano de los ángeles. La primera vez se la llevaron tres ángeles,
la segunda vez era una hilera de ellos. ¡Delicadezas divinas!
El 2 de octubre, Alejandrina se voltea
improvisadamente hacia su hermana Deolinda: “Hoy es fiesta de los Ángeles, esta
mañana sentí que alguien tocaba mi espalda y oí al mismo tiempo estas palabras:
“¿Quién cantará con los ángeles? Tú, tú, tú, dentro de poco, dentro de poco”.
El 12 de octubre, a las dos de la
madrugada, mientras Deolinda le arregla su lecho, Alejandrina le pide que llame
a su confesor el P. Alberto Gomes, para agradecerle todo y obtener el permiso de
hacer un acto de renuncia a todo. A las siete, recibe la sagrada Comunión de la
mano de Monseñor Mendes do Carmo, de la diócesis de Guarda, que celebraban en su
cuarto.
Jesús le habla: “Ven para el cielo, ven
para el cielo”.
A las 15 horas, entran el párroco, el
confesor, Monseñor Mendes, el Dr. Manuel
Augusto Dias de Azevedo y todos los
familiares, se arrodillan. Alejandrina recita su acto de renuncia: “Jesús Amor,
el divino Esposo de mi alma, quiero, en la hora de mi muerte, hacer un acto de
renuncia a todo y a todos”. y después el acto de aceptación de la muerte: “Dios
mío, así como siempre te consagré mi vida, así te ofrezco ahora su final,
aceptando resignadamente la muerte, con todas las circunstancias que te den
mayor gloria”.
Después, con voz clara, pide perdón y
agradece, promete a cada uno que los recordará en el cielo.
El párroco le administra la sagrada
Unción, por tres veces Alejandrina deja transparentar una dulce sonrisa y una
mirada llena de alegría. Después se dirige a los presentes, a quienes ve llorar
y les dice: “No lloren, porque voy para el cielo”.
Y murmura. “Jesús, ya no puedo estar más
en la tierra, sufrí tanto en esta vida por las almas. Me exprimí, me consumí en
este lecho hasta dar mi sangre por las almas, Jesús perdona al mundo entero. Me
siento tan feliz de ir para el cielo”. Y sus ojos dulcísimos volteaban hacia lo
alto, transfigurados por su dulce sonrisa.
La noche del día 12, el médico asistente
se acercó a ella y escucha que ella le dice: “Doctor, yo tenía razón, ¡qué luz!
Ya no hay tinieblas, todo desaparece, es la luz”.
La noche del 12 al 13 de octubre fue de
agonía. Esa madrugada, Alejandrina le pide a Deolinda que le dé a besar el
Crucifijo y la medalla de Nuestra Señora de los Dolores, tiene el brillo de una
sonrisa.
― ¿A quien le
sonríes ahora?
― Al Cielo.
A las ocho horas recibe la Comunión. Fue
la última. Durante la mañana llegan muchos a visitarla. A un grupo de personas
les recomienda: “No pequen, el mundo no vale nada. Comulguen muchas veces. Recen
el Rosario todos los días. Adiós, hasta el cielo”.
A las 11 horas se dirige al médico
asistente y le dice con alegría: “¡Falta poco!”.
Parecía que ella misma hacía la crónica de
su muerte.
A las 11.25: “Estoy contenta, porque voy
para el cielo”. El médico le recomienda: “No se olvide, ruegue mucho por
nosotros”, Alejandrina agrega que sí.
Deolinda, a las 19.30, le murmuraba: “Sí,
para el cielo, pero no ahora”. Alejandrina tiene un suspiro y repite en un
soplo: “Sí, en el cielo, voy para el cielo, ya, ahora”.
A las 20 horas, le da un beso infinito al
Crucifijo. Media hora después, sin ningún estremecimiento, sin un suspiro,
expiraba serenamente.
Trece años antes ella había dictado su
Testamento:

“Es mi deseo que mi funeral sea pobre. Mi
ataúd quiero que no sea ni bonito ni feo, para que no llame la atención de
nadie. Quiero que me vistan muy modestamente con el hábito de Hija de María.
Si no está prohibido por la Iglesia, me
gustaría tener sobre mi ataúd muchas flores, no porque las merezca, sino porque
me gustan mucho. Si mirase mis merecimientos, no tendría nada. Deseo ser
sepultada a campo raso, sin caja de zinc. Tampoco quiero Oficio fúnebre, porque
mi madre no tiene medios para esos dispendios.
Deseo ser sepultada, si fuera posible, con
el rostro volteado hacia el Sagrario de nuestra iglesia, pues así como en vida
siempre desee estar unida a Jesús Sacramentado y mirar hacia el sagrado
Tabernáculo, así quiero, después de mi muerte, continuar velándolo,
conservándome volteada hacia Él.
Sé que con los ojos del cuerpo no veré a
mi Jesús, pero deseo ser colocada en esa posición, para demostrar el amor que
siento por la sagrada Eucaristía.
Quiero que mi sepultura quede rodeada de
flores de pasionaria, para significar que en vida amé el dolor y continuaré
amándolo después de mi muerte.
Entrelazados entre las flores de
pasionaria, me gustaría tener muchas rosas trepadoras, llenas de espinas.
Quiero tener una cruz sobre mi sepultura y
junto a la cruz una imagen de mi querida Madrecita del Cielo, si fuera posible,
me gustaría que encima de la cruz se colocara una corona de espinas.

La Madrecita me ayudó a subir el camino
doloroso de mi calvario, acompañándome y sustentándome hasta el último instante
de mi existencia.
Amo a Jesús, amo a la Madrecita del Cielo,
amo el sufrimiento, y sólo en el cielo comprenderé el valor que aquello que
ahora sufro”.
Un periódico de Porto publicó la relación
de lo sucedido: Durante veinte horas una gran multitud se apiñó delante de la
humilde casa de los Costas, para ver por última vez a la enferma del Calvario,
que era el nombre que todos le daban”.
En la tarde del día 15 no había rosas
blancas en todo Porto, habían sido vendidas y enviadas a Balasar, como florido
homenaje a la humilde y grande Alejandrina, la rosa blanca de Jesús.