En el año de 1944, Alejandrina se
inscribió en la Pía Unión de los Cooperadores
Salesianos y quiso colocar su
diploma de Cooperadora “en lugar bien patente”, donde pudiera estarlo viendo y
para gozar de todas las indulgencias anexas, y con su dolor y sus oraciones,
colaborar con los Salesianos para la salvación de las almas, sobre todo por los
jóvenes y rezó y sufrió por la santificación de los cooperadores de todo el
mundo.
Los Salesianos, a su vez, le ofrecieron
una azucena de terciopelo blanco, confeccionada en el Carmelo de Fátima, azucena
que llevó en sus manos, cuando estaba amortajada.
Alejandrina, escribió al recibirla: “Quedé
muy contenta con la azucena que me ofrecieron para mi caja, no la merezco, ¿pero
qué he de hacer? Si fuera por mis méritos, no recibirían nada”.
Y cuando murió, le escribieron en los
pétalos, pensamientos sacados de su diario, donde Alejandrina expresaba su deseo
de reparación eucarística y de inmolación por los pecadores: y en la cinta de
seda que tenía la azucena, se leían las palabras: “Los Salesianos a su
Cooperadora”.
En una cartita, escrita a los novicios
salesianos la víspera de una toma de hábito, Alejandrina les manifiesta: “Mis
queridos novicios salesianos de tan santa casa: Deseo que ocupen en el Corazón
divino de Jesús, el mismo lugar que ocupan en mi corazón, para que puedan
recibir todo.
Tengo a todos en mi corazón, los quiero
ver en el Corazón de Jesús y de María”.
Son palabras que parecen reproducir las de
San pablo a los primeros cristianos: “Cariñosamente, los tengo a todos en mi
corazón”.
A los Salesianos les enviaba una estampita
con estos pensamientos: “Ser el más humilde de todos. Obediencia ciega. Nunca
pecar. Sufrir en silencio. Amar a Jesús.
Amar, sólo amar”.
En una conversación con el Padre Humberto,
el 5 de febrero de 1946, Alejandrina le dice: “Me siento muy unida con los
Salesianos y con los Cooperadores Salesianos del mundo entero. Todas las veces
que miro mi diploma de Cooperadora, ofrezco mis sufrimientos, unida a todos
ellos, por la salvación de la juventud. Amo a la Congregación Salesiana, la amo
mucho y no la olvidaré nunca, ni en la tierra ni en el cielo”.
Alejandrina tenía una manera elegante de
hacer apostolado. Decía: “Me muestro feliz y alegre, mi felicidad está en el
sufrimiento y en hacer la voluntad de Dios”.
Y Jesús, en paga, le respondía: “Tú vives
mi vida pública, habla, habla a las almas”.
En marzo de 1947, Alejandrina le escribe a
su Director: “No sé lo que me sucede,
pierdo la vista y no puedo hablar”. Tiene
que resignarse a vivir casi siempre a oscuras, no conseguía soportar un rayo de
luz. Hablando en aquel tiempo, con respecto a su cuarto, lo llamaba: “Mi oscura
prisión”.
Desde 1953 en adelante, sus frágiles
huesos parecían desarticularse, para mantenerlos sobre las almohadas fue
necesario hacer dos ganchos en forma de S, forrados de algodón y fijarlos en el
espaldar de la cama, y que la sostenían por debajo de los brazos.
En el Diario de sus últimos tiempos, dejó
escapar una frase que es como un golpe de sonda en el secreto de sus
sufrimientos: “Me siento exprimida por los pecadores”.
Además de los dolores que le causaba la
mielitis y los frecuentes cólicos renales, a partir de 1946, Alejandrina tiene
que ser colocada en un lecho de tablas, porque ya no soportaba un lecho suave,
todo su cuerpo parecía descoyuntarse.
A pesar de esto, la devoraba una sed de
sufrimientos. En una cartita la navidad de 1946, leemos estas palabras
conmovedoras: “A mi querido Jesús en el pesebre. Remitente: “Tu hijita
Alejandrina que desea aprender tus lecciones: Sé mi maestro”. “Mi dulce y
querido Jesús: Postrada humildemente delante de tu pesebre, te vengo a adorar y
me entrego enteramente a ti para morir aquí mismo, en este momento, para mí
misma y para el mundo.
Escucha Jesús: para poder alcanzar aquello
que mi corazón tanto ansía, haz que mis oídos no oigan sin las cosas del cielo,
que mi lengua y mis labios sólo se muevan para hablar de ti, de tus cosas y de
tus alabanzas, que mi corazón no tenga más sentimientos que el amor y el dolor,
amor para quererte, dolor para consolarte y para desagraviarte.
Sí, mi Jesús, haz que todo cuando digan de
mí, en alabanza o en desprecio, yo lo tome como si no fuera para mí, que yo sea
como un cadáver que no habla, que no oye, que no siente.
Jesús mío, quiero decirte algo más, quiero
hacerte un acto de resignación con la muerte y un acto de renuncia. Si los
médicos con sus experiencias me abreviaran mi vida, yo acepto contenta y perdono
a todos de corazón.
Renuncio también al deseo de ver
realizadas tus promesas, no quiero saber ni pensar si se van a cumplir, ni
siquiera si mi Director vendrá junto a mí antes de mi partida para el cielo.
Aquello que tu quieras, yo quiero, Jesús
mío. Tú bien sabes cuanto cuesta esto a mi corazón, que lo siento despedazarse.
Y con todo esto, me dejo alegremente abrumar y aniquilar, todo por tu amor”.
A fines de 1948 el Señor le clavó una
nueva espina: la partida del Padre Humberto, que la dirigía espiritualmente
desde 1944.
Alejandrina describe en su Diario el dolor
que le causó esta separación: “Sentía escurrir sangre del corazón y lo dedicaba
a la salvación del mundo, horas después, recibo una cruel noticia, me dejaba
aquel que Jesús colocara como guía de mi alma. Todavía no había recibido la
sagrada Comunión, el Padre Humberto fue a buscar a Jesús, para confortarme del
golpe que recibiría y pocos minutos después se despedía, viéndome llorar, me
dice: Sea hecha la voluntad de Dios.
Respondí: Está bien, pero la voluntad de
Dios no nos quita el corazón, sería desesperante si en horas como estas, faltara
la fuerza de Dios.
El Padre Humberto me dice: Recuerde que
tiene a Jesús en su corazón. Y le contesto: Es verdad, pero Jesús acepta mis
lágrimas.
Al día siguiente, viernes, Jesús le habla
y Alejandrina le pregunta: Tú dices que me quieres mucho, pero yo no sé como
amarte ni sufrir por ti, ¿no sientes pena de mis lágrimas?
No, hija mía –responde Jesús- lágrimas
resignadas son lágrimas de amor. Ten valor. Todo entra en mis planes divinos,
son estos los caminos de los elegidos. Hagan lo que hagan los hombres esta es mi
voluntad, escribo directo con líneas torcidas. En tu vida permito todo para mi
mayor gloria”.
La partida del Padre Humberto para Italia,
logró que fuera posible en su día, dar a conocer sin obstáculos la vida de
Alejandrina en Portugal, donde ella tenía muchos enemigos y también darla a
conocer al mundo.
“Me gustaría desaparecer en el amor de
Dios, de manera que cuando los hombres me buscaran, ya no me encontraran nunca
más. Estas palabras se le escaparon un día a Alejandrina, durante una
conversación con su Director. Y a pesar de esto, aunque deseara la soledad,
sentía pena por las almas de los pecadores, una compasión indecible: “Cuando me
cuentan sus miserias, me gustaría abrazarlos, acariciarlos”.
Un día se presentaron frente a ella y
venidos de muy lejos, dos jóvenes esposos con tres hijos. Los niños eran de
corta edad y habían llegado a ese hogar uno tras otro, demasiado pronto. En una
conversación con Alejandrina, los orientó delicadamente para que el pecado no
manchara su relación de esposos. Ellos la escuchaban
tranquilos, pero ya que se fueron, Alejandrina se sintió perturbada y cuando
llegó su Director le expuso el caso: “No sé porque les hablé así, fue una fuerza
misteriosa que me obligó”. Pero pasado poco tiempo,
regresó el esposo y le agradeció sus buenos consejos, le contó que se habían
confesado y con la paz en la conciencia habían resuelto no ofender más a Dios
con el pecado.