Un día el P. Humberto recibió la visita de
su hermana llegada de Italia. Fueron
ambos a visitar a Alejandrina, y en la
noche la señora se hospedó en un cuarto vecino al de la enferma. Profundamente
conmovida por haber asistido también al éxtasis del viernes, aquella señora no
podía dormir, cuando le invade una extrañeza, eran olas de un perfume misterioso
que en momentos la envolvían en una atmósfera ensoñadora.
― ¡Pero que hermoso
perfume! exclama ella, encantada- nunca olí cosa semejante. De mañana le contó a
su hermano y ambos le preguntaron a Deolinda que clase de perfume usaba
Alejandrina. ¿Perfumes? Dijo ella muy admirada- no usamos ningún perfume, ¿cree
usted que una pobre casa de aldea usa perfumes?
― Y con todo –
insistía la señora muy convencida- yo noté un vivo aroma después de mi llegada,
cuando entré y me aproximé a la cama de Alejandrina. Pero esta noche, en mis
largas horas de insomnio, me vi envuelta por varias veces con ondas muy
olorosas. Y no era un olor cualquiera, era una fragancia fina, exquisita y muy
variada. No la sentía siempre, era espaciada, como en oleadas.
Deolinda y el Padre Humberto se sonrieron
y la señora, muy confusa y apenada, no osaba hablar. Entonces su hermano le
explicó el extraño fenómeno que desde años se verificaba, que alrededor de
Alejandrina se olía frecuentemente una fragancia suavísima.
Centenares de personas habían
experimentado la misma fragancia y también el P. Humberto, en su primera visita
a Alejandrina había sido envuelto por esa aura perfumada. Por eso recomendó a
Deolinda que no adornase el altar con flores olorosas. Las mismas corrientes
balsámicas se hicieron sentir muy lejos, a 150 kilómetros, en el noviciado de
Mogofores, donde vivía el P. Humberto, invadían la iglesia, los recreos, se
habían manifestado en toda la comunidad.
Alejandrina, el 27 de septiembre de 1944,
escribía en su cuaderno estas palabras de Jesús: “Dile a tu Director que fue
escogido por mí para venir aquí a estudiar, apoyar y defender mi causa. Dile que
el perfume es fragancia divina, que es el perfume de tus virtudes”.
En la semana de Pasión de 1942 terminaron
las manifestaciones del Víacrucis y comenzaron los éxtasis, a las tres de la
tarde, todos los viernes y el primer sábado de mes. Y continuaron hasta su
muerte, en 1955.
El 26 de agosto de 1955, poco antes de su
muerte, Jesús le dijo: “Mis coloquios serán de aquí en adelante, como el
encuentro de dos amigos que recuerdan su antigua amistad”.
La duración de los éxtasis públicos era de
media hora, en este estado, Alejandrina hablaba de manera clara y perfecta: se
podía escribir todo lo que ella decía, o lo que Jesús decía por medio de ella.
Algunas veces cantaba, con una melodía inspirada y con una voz bellísima.
También durante el éxtasis ella obedecía
las órdenes que su Director le daba, aunque fuera mentalmente. Tal como el rocío
vigoriza la planta chamuscada por el calor, así Alejandrina emergía de esos
baños celestes, más reforzada en el cuerpo y tonificada en el espíritu.
Acostumbrada decir: “Al final de los éxtasis me siento satisfecha, aunque dura
muy poco”.
Cuando ella volvía en sí, era como una
niña que regresa de un sueño calmado y profundo, recordaba todo lo que había
sucedido y corregía o rectificaba lo que estuviera mal escrito por quien había
asistido al éxtasis.
En aquellos coloquios estaba como
subyugada por la visión de su Señor, repetía frases incandescentes: “Amemos a
Jesús, ¡Oh, si pudiéramos amarlo!, ¡Cómo se está mal en este mundo!, no puedo
vivir en la tierra.
El rostro se le encendía con un color
vivísimo, sus manos estallaban de fiebre. Los éxtasis versaban siempre el mismo
asunto o “motivo conductor”: la reparación. Hablan del Jesús que sufre, que
llama a los pecadores, del Jesús que necesita de víctimas, de la Virgen María
que la invita a inmolarse, que desea salvar al mundo.
Y todavía Alejandrina experimentaba una
aversión instintiva a los éxtasis, a estas revelaciones excepcionales que le
arrancaban la fuerza de su vida humilde y escondida. Escribió: “Me gustaría
amarte mucho, Jesús y nunca ofenderte, pero no quisiera oír en la tierra tu
dulce voz, no quisiera ver tu rostro divino ni sufriendo ni radiante de gloria,
ya tendré toda la eternidad para contemplarte y oírte.
El tema es siempre el mismo, Dios le pide
almas y reparación, Alejandrina, la víctima, repara y ofrece oraciones e
inmolaciones por la salvación de las almas. Jesús le dirige palabras
delicadísimas, incomparables, nos parece oír el cántico de los cánticos. He aquí
algunas centellas de luz: “Uno mi corazón al tuyo, habito en ti y tú en mí,
recibe, querida, el amor de tu Jesús, recíbelo, enriquécete, es para que lo
distribuyas a las almas, tengo sed, hija mía, tengo sed de amor, las almas no
conocen mi locura, y yo estoy siempre dispuesto a recibirlas, les ofrezco mi
Corazón, quiero poseerlas”.
Alejandrina sentía a las almas “clavarse,
hambrientas, en las fibras de su carne,
sentía que la exprimían, que la
estrujaban hasta lo inverosímil”.
El Señor, en los últimos meses, le decía:
“Tú eres la víctima de todas las categorías de pecados, no temas, tus tinieblas
dan luz, tu muerte da vida, Yo te preparé para esta gran reparación. ¡Si tú
supieras lo que es la vida de Dios en las almas! Yo amo a las almas humildes y
pequeñinas, yo soy su grandeza”.
En un éxtasis, Alejandrina vio a Jesús con
una regadera en la mano, como un jardinero regando flores de extraordinaria
belleza: una imagen muy colorida. Y Jesús comentaba: “Tu corazón es un mundo, Tú
me amas por toda la humanidad”. Después lo vi caminar entre las flores.
Parecía una reproducción del libro de los
Cantares:
“Mi amigo vino a su jardín
de canteros floridos,
para coger lirios.
Yo soy de mi amigo,
Y mi amigo es todo mío,
Él se pasea entre los lirios”.
Por el final de su vida, el Señor le
explica: “Mira, observa al Jardinero divino, está regando las flores de tu
jardín, en la tierra que yo cultivé. Quiero que en todo momento florezcan flores
de vivo perfume para que sean mi delicia”.
Y le agrega casi en secreto: “Eres una
violeta escondida, las verdaderas grandezas, mi obra, mi trabajo en ti sólo será
bien comprendido después de tu muerte, a la luz de la eternidad”.