Un día de marzo de 1942, cuando los
árboles comenzaban a florecer, Alejandrina volteó la cabeza para la iglesia
parroquial y dirigió esta oración inflamada a Jesús en el Tabernáculo: “Mi amor
eucarístico, no puedo vivir sin ti. Jesús, transfórmame en tu Eucaristía.
Madrecita, mi querida Madrecita, quiero ser de Jesús, quiero ser tuya”.
El Señor aceptó el pedido y le respondió:
“Nunca más te alimentarás sobre la tierra, tu alimento será mi Carne, tu sangre
será mi Sangre divina, tu vida será mi vida, recíbela de mí cuando uno tu
corazón al mío. No quiero que uses remedios, excepto aquellos que no tengan
valor de alimento”.
Comenzó entonces el extraordinario ayuno
que duró exactamente trece años y siete meses, hasta la muerte. Alejandrina era
un alma que ardía de amor
eucarístico, acostumbraba rezar así a Nuestra Señora:
“Madrecita, me gustaría ir de tabernáculo en tabernáculo a pedir favores, como
la abeja vuela de flor en flor a chupar el néctar. Madrecita, quiero construir
un castillo de amor en todo el lugar donde vive Jesús Sacramentado, para que
nada pueda penetrar y herir su Corazón amantísimo. Madrecita, habla en mi
corazón y en mis labios, vuelve más vibrantes mis oraciones y más eficaces mis
pedidos”.
Tenía expresiones de gran ternura para
Nuestra Señora, en la fiesta de la Anunciación de 1934, en una cartita a la
Virgen María, le agradecía así: “De todo corazón te digo “gracias”, por haber
consentido que Jesús se convirtiera en carne en tu seno purísimo, para redención
de la humanidad”.
Acostumbraba pedir a Nuestra Señora que le
preparar el alma en los minutos que precedían a la Comunión. “Un día, después de
esta acostumbrada oración –cuenta Alejandrina- me sentí en paz, estaba con los
ojos abiertos, empecé a ver delante de mí una multitud de ángeles que formaban
un gran cortejo. En el frente se veían un trono de colores encantadores, de
donde salían rayos dorados”.
Tenía dudas sobre contarle a su Director y
entonces le llegó esta invitación: “Cuenta todo, te presenté aquella visión para
mostrarte que tus oraciones son aceptadas en el cielo. Eran la Virgen y mis
ángeles, querubines y serafines, que descendían a preparar tu alma, me
agradecían y alababan como en el cielo, Yo estoy como en un trono dentro de ti”.
La semana santa de 1942 fue
particularmente dolorosa para Alejandrina, en la población se daba por cierta su
próxima muerte, se decía que no llegaría a Pascua. Nauseas, ansias de vómitos,
sed abrasadora, síntomas de muerte inminente la torturaban. Alejandrina se
sentía acabar, cuando le llegaba a la boca alguna gota de agua, suspiraba: “Dios
mío, mi sed sólo puede ser saciada contigo, en la tierra no tienen remedio”.
Durante las nauseas insoportables, gemía:
“Oh, qué nauseas, son las de los condenados al infierno. Sólo pueden ser fruto
del pecado”.
El jueves santo dice: “No siento el miedo
acostumbrado por la Pasión de mañana”. Le preguntaron por qué y respondió: “No
sabría decir, pero creo que el Señor no me la dará”.
Y el viernes santo, no sufrió la Pasión.
El Señor le habló tres veces: “No temas, hija mía, no volverás a ser crucificada
como en el pasado, pero la crucifixión ahora, será más dolorosa, después te
llevaré conmigo al cielo, vendrás directamente y te va a acompañar la Madrecita
celeste”.
En ese viernes santo, 3 de abril de 1942,
Alejandrina entra por segunda vez en la muerte mística, que durará dos años,
ella siente su cuerpo reducido a cenizas. Santa Teresa dice, que cuando el alma
llega a este punto, resurge para la nueva vida, a semejanza del fénix, que según
la fábula, renace de sus propias cenizas.
Y el 20 de octubre de 1944, Alejandrina
comienza a sufrir la pasión íntima de Jesús, más dolorosa que la pasión física.
Estamos en mayo de 1943. Ya desde el 27 de
marzo de 1942, Alejandrina sólo se
alimentaba de la Eucaristía. Si intentaba
ingerir algo, vomitaba con dolores atroces. Y con todo, la atormentaba una sed
terrible que le hacía exclamar: “Qué sed abrasadora, esta sed sólo se extinguirá
en el cielo”.
Le parecía que su cuerpo no tuviera
huesos, como si fuera una pieza única: “Soy como una estatua de barro, que se
puede tocar sin reducirse a pedazos”.
Los médicos quisieron examinar
científicamente el caso de Alejandrina. “Por deseo del Señor Arzobispo, el 27
de mayo de 1943, me sujeté a un examen médico. En el día fijado, vinieron a
nuestra casa el médico asistente, el Dr. Enrique Gomes de Araujo y el Dr. Carlos
Lima. Yo estaba serena y calmada, el Señor me había atendido.
Uno de los médicos me preguntó si sufría
mucho y por quien ofrecía mis sufrimientos y si sufría de buena voluntad. Me
preguntó si quisiera que Dios, de un momento a otro, me liberara de mis dolores.
Respondí que de verdad sufría mucho, que
ofrecía todo por amor de Jesús y por la conversión de los pecadores. Me
preguntaron cuál era mi mayor aspiración. Respondí: “El Cielo”. Me preguntaron
si quería volverme santa como santa Teresa o Santa Clara, y llegar a los altares
dejando, como ellas, un nombre célebre en el mundo. Respondí: “¿Celebridad? Es
lo que menos me interesa”.
Y continuaron: -¿Si para salvar a los
pecadores fuera necesario perder su alma, qué haría? –Confío que también mi alma
será salvada –respondí- si tuviera que perderla, diría que no, pero Dios nunca
me pediría semejante cosa.
― ¿Y por qué no
come?
― No como porque no
puedo, me siento harta, tengo necesidad, pero siento voluntad de comer.
Después de este coloquio, los médicos
comenzaron el examen, que soporté serenamente, fueron muy rigurosos pero al
mismo tiempo tuvieron mucha delicadeza y respeto por mi cuerpo”.
El 10 de junio la llevaron al hospital de
Foz do Douro, para que tuviera un control más riguroso. “El viaje fue penoso
–cuenta con sencillez Alejandrina- me parecía que el corazón no iba a aguantar.
A cada paso miraba a mi hermana que iba a mi lado, y la veía muy desolada. Por
gracia de Dios, pude conservar la sonrisa en mis labios. El médico me decía que
no era difícil viajar con enfermos como yo, con todo, sólo Jesús sabía la
amargura de mi corazón y las torturas de mi pobre cuerpo. El balanceo del coche
me tenía atormentada, pero repetía muchas veces: “Todo por tu amor, Jesús mío,
que la oscuridad de mi alma sirva para dar luz a otras almas”.
Cuando salíamos de la población, cerca de
las últimas casas de Balasar, a lo largo de la carretera, un grupo de niños
aventó flores hacia nosotros. Me asaltó una ola de conmoción, no podía contener
las lágrimas. Llegados a Matosinhos, el médico levantó las cortinas para que
pudiera ver el mar, quedé admirada y lo contemplé en silencio, observé el
movimiento perpetuo de las olas, y le pedía a Jesús que también mi amor fuera
igualmente constante y trabajador sin ninguna interrupción”.
Las observaciones fueron extremadamente
severas, aislamiento absoluto, cámara blindada, vigilancia rigurosa. “Al décimo
sexto día y después en el trigésimo, vino a visitarme mi madre, tenía muchos
deseos de verla, pero estuvo conmigo poco tiempo y siempre bajo la mirada atenta
de la vigilante. Mi madre lloraba y yo me obligué a sonreír y bromear,
escondiendo debajo de aquella sonrisa todo mi dolor.
Los días pasaban en esta lucha constante,
entre el sucederse y alternarse de las enfermeras, según la voluntad del médico,
con algunas sufrí mas que con otras por sobrepasaban el límite de sus deberes y
de sus derechos.
“Más tarde –continua Alejandrina- el
médico permitió que mi hermana viniera de
vez en cuando a estar junto a mí, pero
sin consentir que me tocara y siempre bajo la mirada de las enfermeras.
En vigésimo primer día les permitieron a
las hermanas del hospital que me hicieran una visita breve. Nosotros pensábamos
que podíamos comunicarle a la familia el día del regreso a la aldea, pero
sobrevino un contratiempo.
Una de las señoras encargadas de vigilarme
había hablado de mi caso a otro médico, que no me conocía ni sabía nada de mi
ayuno, pero levantó dudas al respecto y llegó a afirmar que las personas que me
vigilaban se habían dejado engañar y que sólo se convencería si lo atestiguara
una enfermera de su confianza. El Dr. Araujo, aunque indignado porque se ponía
en duda la seriedad de su examen, aceptó que aquel doctor mandara otra
vigilante. Vino su hermana y cuando nosotras imaginábamos haber terminado el
exilio, fuimos obligadas a otro período de control. La nueva prueba duró diez
días, triste y doloroso, lleno de desconfianza”.
Después de todos aquellos exámenes, los
médicos permitieron que Alejandrina regresara a su casa.
“La víspera de mi partida, fueron a verme
todos los niños del hospital, vinieron también más de 1500 personas, tuvieron
que llamar a los policías para mantener el orden, un policía, se quedó a mi lado
todo el tiempo, contentándose con decir de vez en cuando a la gente que se
apiñaba junto a mí: “Adelante, adelante...” qué impresión, de nada valieron las
súplicas de mi hermana, no valieron los policías para contener a tanta gente. El
mismo médico tuvo que imponerse a la multitud que tapaba la entrada al hospital
y llenaba mi cámara, para que yo no me sofocase, quedé humillada, cansada y con
enojo de mí misma, al ver las lágrimas de los visitantes y al recibir tantos
besos, que no merezco ni quiero”.
Aquel control médico sobre el ayuno de
Alejandrina había durado 40 días y 40 noches, al final, el Dr. H. Gomes de
Araujo, de la Real Academia de Medicina de Madrid, especialista en dolencias
nerviosas y artríticas, firmó una relación que tenía por título: “Un caso
excepcional de abstinencia y de anuria”. Escribió entonces: “Es para nosotros
absolutamente cierto que, durante 40 días de internamiento, la enferma no comió
ni bebió”.
Agregó que en aquel extraño caso había
particularidades, que por su importancia fundamental de orden biológica, como la
duración de la abstinencia de líquidos y la anuria, nos dejan perplejos, a la
espera de que alguna explicación venga a dar la luz necesaria.
“También atestiguamos que se conservó
inalterable el peso de Alejandrina, la temperatura y la respiración, la presión,
el pulso, la sangre; sus facultades mentales fueron encontradas absolutamente
normales, constantes y lúcidas.
“La enferma, durante aquel tiempo,
respondió todos los días a numerosos interrogatorios y sustentó muchísimas
conversaciones, mostrando óptima disposición y la mejor lucidez de espíritu,
con respecto de los fenómenos observados los viernes, a las 15 horas, pensamos
que pertenecen a la mística, que es quien deberá pronunciarse al respecto.
Hasta aquí la ciencia médica, además de
esto nada se entendía.