SENTIMIENTOS DEL ALMA
1944
27 de Noviembre
El día de hoy clareó lindo, sólo para mi
alma era triste,muy triste. ¡Qué tremenda oscuridad! Tristes
recuerdos
me atormentaban. Los sentimientos del alma, temerosos, no me
dejaban descansar. Esperábamos nuevos acontecimientos. Cuando el
Sr. Abad me dio a Jesús, quedé esperando si él movía los labios
y me decía alguna cosa; el alma lo sentía, había algo más de
nuevo.
Hacía días que ocultaba mis presentimientos,
dando por necesidad escribir una pálida idea de todo lo que
sentía, hacía así para no hacer sufrir a mi hermana. Sufría en
silencio, cuando estaba con Jesús y mi Madrecita, me desahogaba
con ellos.
El Sr. Abad nada me dice. Fríamente di
gracias a Jesús, aunque mis deseos fuesen de abrasar hasta morir
quemada en el amor de Jesús.
Pasaban las horas y yo siempre en mi
profunda tristeza y amargura. Dios mío, quería morir para todo.
Ya llega el viernes y el primer sábado, dos
días en que me hablas.
Hay tantas almas que nada de eso conoce y
os aman y son santas. ¡Y yo, mi Jesús, qué miseria!Podría amaros
y desconocer todo esto. ¡Ah, si yo pudiese querer! Pero no tengo,
mi Jesús, ni lo quiero.
Para mí es un duro tormento que Jesús me
diga algunas palabras para otras personas. Me las ha dicho para
algunas personas, no son muchas. Y no soy capaz de decirle a
esas personas a no ser por escrito, y si por algún motivo soy
obligada a hacerlo, lo hago con enorme sacrificio. Si no es
necesario, nunca digo: mire que Nuestro Señor dice... u otra
frase cualquiera. Ni con mi hermana tengo esas libertad, no la
puedo tener, tengo verguenza.
Cuando Nuestro Señor me dice palabras de
quejumbres de algunas personas en general, sin decir los
nombres, cuando voy a dictarlo estoy tan tímida, querría
ocultarlas, querría decir menos, así como cuando me dice a mí
palabras de alabanza.
Qué verguenza, mi Jesús, sólo Vos podéis y
sabéis avalar cuanto me cuesta esto y cuanto me hace sufrir.
Eran dos y media de la tarde, sentí pasos,
aún sin ver, supe que era el Sr. Abad. Cuando lo vi solo, sin
presentarme ninguna visita, pensé que era llegada la hora de
nuevas pruebas. Entró en mi cuarto, sentado a mi lado, empezó a
interrogarme de quien era mi director, etc. Me dice:
— Hago esto por estar obligado, me cuesta
decirlo pero ten paciencia, tiene que ser hasta que sean dadas
nuevas órdenes, hasta que sea levantado esto. No te puedes
confesar más con el Padre Humberto ni puedo dejar que te traiga
a Nuestro Señor, sin que traiga primero una liciencia escrita
del Sr. Arzobispo.
Le respondí serenamente:
— Obedezcamos, alabado sea Dios, bendito
sea.
Me preguntó si yo sabía porque había venido
el Padre Humberto. Respondí que no sabía.
— ¿Pero es tu director?
— Me confesé con él dos o tres veces.
Después de reflexionar vi que habia sido
por lo menos cuatro, pero no dije de menos por maldad.
— No acostumbro hacerlo, pero vi que
comprendía muy bien mi alma y me confesé. Pero mi confesor es
el Padre Alberto, bien sabe usted que me confieso con él.
— Pero, ¿es tu director?
— Me ha dirigido, pero dice que no querría
de forma alguna meterse, por la parte de otros.
Esto era, mi director, Padre Pinho y mi
confesor, Padre Alberto, y que hallaba bien que me hubiera
confesado con él.
El párroco, lleno de caridad para conmigo
me dice:
— El Padre Humberto puede venir como visita
y aconsejarte por escrito.
Terminado el interrogatorio, se retiró.
Después alguien de mi familia entró en mi cuarto a preguntarme
que había de nuevo, respondí sonriendo:
— Son mimos de Jesús.
Continué sonriendo porque durante todo el
tiempo en que fui interrogada sentía dentro de mí una fuerza tan
grande que todo pude recibir con resignación y alegría. Sentía
una fueza que me parecía no haber espadas, setas sin espinas que
me pudiesen herir. Bien poco duró esta fuerza. Pude con ella aun
decirle a mi hermana palabra de consuelo.
— no te aflijas, si Dios (es) por nosotros,
¿quién contra nosotros?
Jesús es digno de todo nuestro amor. ¡Todo
esa por las almas!
A poco fui desfalleciendo debajo del peso
del dolor, el corazón me falló por dos veces, pareciéndome que
perdía la vida.
Álgunas lágrimas de resignación se
deslizaron por mi cara: las ofrecí todas a Jesús como actos de
amor.
Dios mío, yo, por gracia Vuestra, no tengo
apego a nada del mundo, ni a sus criaturas, y quiero recibiros,
mi Jesús, pero no me importa si es de este o aquel sacerdote.
Vos sois siempre el mismo Jesús, sois Vos siempre el Suspirado
de mi alma.
Es verdad que ella necesita de luz y de
quien la comprenda.
¡Quítame todo, hágase Vuestra Voluntad!
Quedáis Vos, mi Jesús y eso me basta.
Llegó el médico junto a mí y me desahogué
con él. Me animó mucho, como siempre. Al despedirse me dice:
— Entonces, ¿queda con mucho ánimo?
— Quedo, pero tengo el corazón sufriendo,
si yo lo tuviese también para amar....
Al terminar el día, reccé por dos veces el
Magnificat. Fueron actos de agradecimiento a mi Jesús por
haberme dado un día lleno de sus mimos, por haberme dado más
medios para poder consolarlo y darle pruebas de mi amor para Él
y las almas.
— Mi Jesús, siento que no paran aquí mis
pruebas. Venga lo que tiene que venir, sed siempre conmigo.
Confío, confío, espero en Vos. |