4 de Diciembre
El
tiempo no pasa, la eternidad no llega. ¿No podré, Jesús, ver
algunos rayitos de luz, vivir entre los míos unos momentos de
alegría?
Voluntad santísima de mi Dios, te quiero, te amo con todo el
corazón y con toda mi alma. Ando como un ladrón
fugitivo
escondiéndome de todo y de todos. Pero aún así mal puedo
aguantar el dolor que me causa ver la distancia que me separa de
Jesús. Él en el Cielo y yo en la tierra.
Dios mío ¿cuándo podré veros y amaros? Se secó en mí aquella
fuente de la cual nacían en mí las ansias de amaros y poseeros.
Todo desaparece, todo muere, sólo queda el dolor. Me ocupa todas
las horas del día y de la noche. Amar no sé, amor no poseo. El
dolor sí. El dolor existe con toda la fuerza y agudeza. ¿Para
dónde fue la vida de mi dolor? Dios mío, ¿cómo convencerme de la
muerte de mi alma? Hace horas que ella vive y la siento
despedazarse un millar de veces, es más costoso el dolor de ella
que el de mi cuerpo.
He
tenido fuertes tentaciones contra la fe: no hay Cielo, no hay
infierno, no hay santos, no hay ángeles y Dios no existe. ¿Y si
Él no existe. ¿Cómo puedo temerle? Siempre me esfuerzo por vivir
en su divina presencia y siempre me escondo de Él. Ni por un
solo momento quiero separarme de Él y siempre llena de vergüenza
y confundida porque Él lance sobre mí sus divinas miradas.
Mi
vida son ilusiones. No vi el Cielo, no vi el infierno, no oí a
Jesús, estos son momentos de tribulaciones aterradoras, es el
demonio quien me ha sugerido todo esto.
Dios mío, creo en Vos y confieso que soy la más miserable de
todas las criaturas, pero confío en vuestra misericordia, en
vuestro perdón. Sé que existe el Cielo y el infierno, lo vi, lo
vi, Jesús mío, por tantas veces lo vi. Confío que centenas de
veces he oído Vuestra tierna y dulce voz.
Creo, creo, confío en todo, mi Jesús.
Estas dos noches pasadas, Jesús me protegió de los ataques
violentos del demonio; hoy fui asaltada fuertemente por él. De
dientes descarnados, en forma de león, descendía de una montaña
en medio de negra arboleda, aullando desesperadamente. Al llegar
cerca de mí, abrió la boca para engullirme. Mi alma se
aterrorizó, más que mi cuerpo. El cuerpo mismo quedó sin poder
hacer ni consentir hiciese cualquier movimiento, me creía en las
puertas de la eternidad. Los gestos eran feísimos, así como los
nombres con los que llamaba a las personas cómplices del crimen,
según decía. Lanzaba sus patas sobre las personas, las cogía con
su gran boca por la cabeza como si fuese a tragarlas y
engullirlas. ¡Tremenda tragedia! Mi corazón, de tanto que
palpitó, casi perdía la vida de tal cansado que estaba. Llamé
por Jesús y mi Madrecita, tantas, tantas veces, pero él, con su
voz aterradora, encubría todo, diciéndome:
—
Pecaste, pecaste, estás cansada de pecar.
Quedé tan desanimada, ¡Qué triste vida! Triste con el recelo de
ofender a mi Jesús.
¡Qué horror! ¡Qué horror! Sólo veo lodo y soy lodo, lodo que
todos pisan con enojo y aborrecimiento, lodo que ninguno quiere
ver, caminos que ninguno, por aborrecimiento, quiere cruzar.
Jesús, quiero seguiros, quiero todo por Vuestro amor. Acepta mi
desfallecimiento y mi desconsuelo para que sólo Vos seáis
consolado, para que sólo Vos seáis amado.
7 de diciembre
Grande sufrimiento, triste y doloroso. Mi Jesús, no sé explicar
cuanto sufro, no comprendo tanto dolor. Lloro, lloro siempre la
pérdida de mi cuerpo, la muerte de mi alma. A cada paso siento
en mí como que una bomba va a explotar todo. Tiemblo
atemorizada, Me quitaron los vuelos, soy como la palomita en la
oscuridad, sin ver el camino, batiendo sus alas en el aire sin
poder descender, sin poder subir, con las alas presas, temerosa
de caer desastrosamente.
¿Oh,
mi Dios, que será de mí? Ve bien mi sufrimiento, ten compasión,
compadécete de quien sólo confía en Vos.
Hoy
temprano en la mañana era tal el dolor que sentía en mí, era tan
la repugnancia y la vergüenza que me causaba el ver que todos se
preparaban y esperaban nuevos acontecimientos. Me parecía ver
grupos aquí y allá, haciendo comentarios. Dios mío, me espera el
viernes. ¡Qué miedo! Todo esto que siento y veo pasó por Vos, mi
Jesús. Son sufrimientos vuestros, que tanto sufriste por mi
amor.
Mis
ojos parecen penetran en lo más íntimo de toda la multitud que
ocupa las calles. Mi alma siente todo. Al lado de una montaña,
cerca de entrar a una ciudad, la higuera maldecida por Jesús.
Más abajo alguien trae en la cabeza un balde de agua. Hay
encuentros, hablan, se preparan para nuevos acontecimientos. Vi
todo, sentí todo. ¡Cuánto sufría en silencio! A la higuera que
allí encontré, tuve el conocimiento de que la vi verde,
florecida y hoy ya seca, como leña lista para la lumbre. Y no
pensaba en nada de esto, me esforzaba por distraerme y hacer de
cuenta de que nada sentía. Mi esfuerzo era inútil, pues cada vez
se avivaban más estos sentimientos del alma. Mi esfuerzo de no
querer sentir no era para huir del dolor ni de la voluntad de mi
Jesús, pero sí por el recelo de ser confundida o ser ilusión.
Estoy convencida de que no es así. Nuestro Señor al ver tal
recelo y miedo de engaño, no podía dejarme engañar. Ninguno como
Él sabe que no quiero engañar a nadie.
Las
mañas del maldito continúan cada vez más, parece que su malicia
se refina. Me dice lo que hay de peor. ¡Dios mío, qué cosas tan
feas!
Blasfema contra Nuestro Señor, lo acusa como reo de culpa y hace
que yo diga todo, o me parece que digo y después me afirma que
soy yo y me deja en esa persuasión. Sólo con Nuestro Señor el
alma y el pobre cuerpo puede resistir tanto. El corazón de tan
afligido hacer un ruido enorme, con el recelo de pecar y decir
tantas cosas contra mi Jesús. En la última lucha quedé casi sin
vida. Murmuraba:
¡Oh
mi Jesús, oh mi querida Madrecita! ¡Dios mío, qué triste vida la
mía! ¿Qué será de mí?
No
podía moverme y necesitaba de alivio. Vino Jesús y con sus
santísimas manos, me colocó en la posición que yo deseaba, me
cubrió de caricias y como la madre que se deja al pie del hijito
para dormirlo me dice:
— Descansa conmigo. No es triste tu vida, hijita, es vida de
reparación y sacrificio. Alégrate conmigo, con el consuelo que
me das. No pecas, no, mi amada.
Sentí paz en mi alma. Muy cerquita de Jesús, pronto pude
adormecerme, cubierta con sus caricias, abrasada en su amor.