SENTIMIENTOS DEL ALMA 1944
26 de
Octubre
Durante la noche tuve un violento combate con el demonio. ¡Dios mío,
tantas cosas feas, tantos gestos y amenazas e invitaciones al mal!
No sé lo que ponía en mi alma, no sé de las mañas de que se servía,
lo que me parecía era que mi alma tenía deseos de pecar y que mis
labios pronunciaban: quiero pecar, cambio el Cielo, cambio a Jesús
por los placeres, por los gozos del mundo. Estas eran mañas del
demonio; Jesús bien sabía que yo no quería pecar. Madrecita,
guárdame, ayúdame, ofréceme a Jesús como víctima. Dile que no
renuncio a los sufrimientos, que renuncio al pecado. ¡Pecar, no;
amaros, sí! ¡Amaros a Vosotros, amar a Jesús! El maldito en medio de
horribles cosas, me invitaba a que lo besase. Entonces redoblé mis
fuerzas y le mandaba besitos a mi Madrecita y le decía:
— Dáselos
a Jesús y llévalos por mí a los sagrarios.

Trataba de entrar lo más intímamente posible en mí y desde allí
besar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, rico tesoro que poseo.
El demonio se retiró mostrándose contento por haberme llevado al
punto que deseaba y me afirmaba que había pecado gravemente. A pesar
de mis esfuerzos para no ofender a mi Jesús, quedé triste y dudosa.
Unida a los sagrarios, pero avergonzada delante de Jesús, quería
creer en las palabras de quien me dirige, que no pecaba, pero me
costaba aceptarlo. Eran las cuatro de la mañana y yo, desfallecida,
me preparaba para la visita de Jesús. Él no esperó a que lo
recibiese, vino antes a consolarme: Me llamó:
― Hija
mía, ven a mis brazos. Deja tu cruz, descansa en mí, toma descanso.
Sentí
que Jesús se desprendió de la cruz, lo veía separado de mí: era
grande. Y yo entonces me sentía en los brazos de Jesús, estrechada
en su divino Corazón. Al escuchar que me decía:
― Sacia tu hambre, sacia tu sed, recibe mi Sangre que es tu vida, tu
alimento. Estoy en ti como Rey en el palacio de tu corazón. Vengo a
ti como el esposo fiel, lleno de amor. Vengo a ti como el Padre,
lleno de dulzura, de ternura y compasión.
Llegó
a mis labios su sangre divina, me dio de beber por algún tiempo.
Después sentí en mi corazón el pecho abierto, dentro de mí caía una
lluvia de sangre. Jesús me decía:
― Recibe
la sangre de mis venas.
Ten
valor, llénate de mí para que lleves tu cruz. ¡Si supieras el bien
que haces a las almas al estar aquí, morirías de pasmo! Confía en
las palabras de quien te dirige. No me ofendes, confía; no me
ofendes, no puedo consentir que me ofendas.
Después de decir esto, me estrechó de nuevo fuerte y dulcemente. De
nuevo quedó en la cruz, clavado de pies y manos, y la cabeza bien
penetrada de espinas, inclinada, bien firme sobre la cruz. Poco
después comulgué y sentí nuevos alivios. Psé el día abrazada a la
cruz. ¡Ay, cuántos tristes recuerdos! ¡Cuántas amarguras y torturas
de mi alma! ¡Cuántas ansias de amar a mi Jesús! ¡Cuántos
pensamientos! ¡Y yo sólo quería que me enseñase a amarlo!
La
lluvia de sangre venida de lo alto continúa cayendo sobre el
cementerio, pero ya no encuentra cenizas que lavar: todo desapareció.
¡Benditas sean sus invenciones para salvar las almas!
28 de
Octubre
Hoy fue un día lleno de espinas, sólo espinas penetraron en mi
cuerpo, de arriba a abajo; ni un pedacito me fue ahorrado. ¡Tantas
contrariedades! ¡Tantos sufrimientos! Jesús mío, por Vuestro amor.
¡Todo lo que es por Vuestro amor no cuesta!
Miraba
al Santísimo Corazón de Jesús, lo miraba crucificado en la cruz y
murmuraba al mism tiempo que sonreía a los sufrimientos: bendita sea
la cruz de cada día, bendito el dolor de cada momento.
Pasaban las horas y con ellas iban pasando los dolores y angustias
de mi alma. De vez en cuando era herida por nuevos golpes. De lejos
el demonio me amenazaba y me atormentaba mi imaginación. Quería
confiar en Jesús y no podía, quería confiar en las palabaras de
quien me dirige y no me era posible, quería confiar en mí misma, en
los sentimientos de mi alma, pero era peor.
— ¡Mi
Dios, mi Dios, si en medio de esto yo os amase! Quedaba por algún
tiempo con los ojos puestos en el Sagrado Corazón de Jesús. ¡Qué sed
de amarlo!
Era ya
noche. Me herían agudas espadas. Pracitqué actos de humildad, no
porque entendiera que eran necesasrios, pero sí para dar buen
ejemplo de enseñar a alguien a ser humilde para consolar a Jesús y
amarlo cada vez más. Durante la noche con el corazón sangrando de
dolor veía correr de un lado a otro muchos hilitos de sangre. Sobre
ellos se posaban bando de palomitas bebiendo la sangre y contentas
batían sus alas. Continuaba la amrgura de mi alma. El demonio con su
feas palabras y acciones intentaba llevarme al desánimo, a la
desesperación. Hacía actos de fe a ver si tenía confianza para
resistir mejor. ¡ Oh amargura, triste amargura!
30 de
Octubre – Día de Cristo Rey
Después de una mañana de preparación para la comunión, me esforcé
por consolar a Jesús. Le pedí a mi Madrecita que le hiciese la
oferta de mis oraciones y de todas las cosas para su mayor gloria,
para que triunfase y reinase en el mundo entero en todos los
corazones.
Me di
a Jesús por María. Vino Jesús a mi corazón. Regresé a los mismos
hilitos de sangre: tantos, tantos bandos de palomitas alegres,
satisfechas, bebiendo, levantándose de aquí y apoyándose de allá. La
sangre corría y yo sin saber de donde. Terminó la visión y sin saber
lo que significaba, pero no me preocupaba. La agonía de mi alma no
me dejaba pensar en nada de eso.
En
medio de los míos,fingía que estaba muy stisfecha por ver a todos en
paz y alegría. Fui visitada por mucha gente. Preguntas exquisitas,
cosas desgradables: me hacían sufrir mucho.
Jesús,
Madrecita, todo por Vuestro amor; dame valor para sonreír a todo sin
dar a conocer mi dolor. Me sentía tan nada, una nada que nunca
existió. Me sentía muerta y muerta toda la humanidad, pero era una
muerte que nunca tuvo vida. ¡Dios mío, que va a ser de mí, que
doloroso tormento! En medio de esta mortandad aparecían ansias casi
insoportables de amar a Jesús, amarlo sin sentir, amarlo sin conocer
el amor. Llegó la noche. Me atormentaban terribles amenazas del
demonio, me llenaban de miedo y pavor. Mi Jesús, quiero sólo lo que
Vos quieras, estoy lista para todo, no me dejes ofenderte.
El
demonio es mentiroso, pero esta vez no mintió. Ayer, con feas
palabras me mandaba a prepararme para pasar la noche y nada faltó.
No lo sé bien, pero eran tal vez de las 10 pra las 11 horas que vino
con toda su furia y maldad infernal. ¡Dios mío, no puedo pensar, ay
qué horror! Luché y luché por mucho tiempo. El gran tormento de mi
alma era que me parecía que él conseguía que yo dijese: No quiero a
Jesús, no quiero a María, no quiero el Cielo, los odio, les vuelvo
la espalda, quiero el placer, quiero gozar. Y no lo juro, pero me
parece que no decía nada de esto. Sólo de lejos en lejos, yo podía
llamar por Jesús o por mi Madrecita y ofrecerme como víctima y
esclava. En algunos momentos me parecía pecar sin remedio, apreté
como pude en mi mano el crucifijo y la Madrecita (su medalla) y les
decía: Amar, sí, pecar, no. Fue tanta la aflicción de mi corazón que
pensé que moría por espacio de mucho tiempo. Venía a mí el
pensamiento de la realización de las promesas y de Jesús y me
animaba. Quiero el Cielo, pero quiero una muerte de amor, no quiero
morir en las manos de Satanás. Me veía sobre un horroroso abismo;
por entre las tinieblas sobresalían unos ganchos doblados muy
pulidos. Asustada porque me parecía caer en él sin remedio, quedé
desfallecida. El corazón estaba dando fuertes latidos y, afligido,
hacía mucho ruido; me parecía que la muerte estaba en aquel momento.
Sólo con mi mente decía: Mi Jesús, si yo al menos no pecase, no me
importaba todo este sufrimiento. Quedé en esta postración y triste
agonía. ¡El pecado, el pecado, qué preocupación la mía! Pasaron
unos momentos: nueva visión de sangre y bando de palomitas. Pero
esta vez me habló Jesús:
― No
pecas, no pecas, hija mía. Mi amor, confía, ten valor. Exijo de ti
esta reparación. ¿Viste aquel abismo? Con este sufrimiento evitas
que caigan muchas almas. Los ganchos que allí están son las
prisiones en que quedan presas para siempre. Esta sangre es sangre
de tu dolor, de tu martirio. Las palomitas que beben son las almas
que por ti se salvan; se lavan y purifican. Alégrate, querida,
alégrate, amada, eres mía, sólo mía. No pecas, me amas, reparas,
desagravias a mi divino Corazón. Te amo, te amo, mi locura.
La
noche ya iba adelantada, unos pequeños intervalos de sueño, quería
estar muy unidita a Jesús, me esforzaba para eso, pero podía muy
mal. Como una linterna que ardía quedaba su divino Corazón, quedaba
mi Madrecita (su cuadro) y Jesús pequeñito en sus brazos, le pedía
amor, gracia, pureza, les pedía todo. Llegó la hora de comulgar:
quedé unida a Jesús. Poco después me pasó por el pensamiento el gran
combate de la noche y quedé desfallecida. Indiferente a todo y
desprendida de todo, me sentía en lo alto de aquella vida que ya me
perteneció en cuanto el dolor luchaba y se arrastraba en el lodo
asqueroso y en la lama.
De vez
en cuando el Divino Espíritu Santo batía sus alas en mi corazón e
infundía su piquito como para alimentarme y darme valor. Lo siento
en mí como en forma de paloma.
Ya es
de noche. ¿Qué me espera en ella? Jesús lo sabe. |