15 de Diciembre
Temprano, aun sin rayar el día,
me desperté de un leve sueño.¡Dios mío, es viernes! Cayó sobre mí
una noche oscura. Jesús, a cada momento que pasa me parece caminar
hacia la muerte, no como quien camina por amor y alegría, pero como
quien teme a la muerte con el mayor horror y repugnancia. Sepultada
en este dolor, llegó la hora de recibir a mi Jesús. Le hice mis
pedidos. Al hacerlos le recordé algunas cosas.
― Confío, confío, mi Jesús.
Para no confiar en esto tendría que no creer en nada. Dije esto para
desahogarme,
al mismo tiempo para mostrarle a Jesús mi confianza. Lejos de pensar
en obtener una respuesta, pero me la dio.
― Así es, hija mía, así es.
Confía, son palabras de un Dios, son palabras de tu Esposo Jesús,
que te ama y no permite, no consiente que te engañes.
Me animé más, gané más fuerza
para resistir el dolor y aguantar como empujones, bromas y escarnios
que recibía. Tenía que sufrir todo en silencio, con los labios
cerrados. Sentía el dolor de alguien que lloraba al ver cuanto
sufría y ese alguien era el amor de madre. En silencio uní mi dolor
a ese dolor. Vino Jesús con su tierna y dulce voz y me dice:
― Hija mía, une tu dolor al
mío, suavízalo en el amor de mi divino Corazón. Yo suavizo el mío en
ti. Ámame, eres amada por mí, eres cofre de riqueza, depositaria de
los dones divinos.
Hija mía, ángel querido, tu
dolor fue a adornar el manto y la corona que tu Madrecita te
entregó. ¡Qué brillo, qué brillo le fue dado! Es dolor de gloria, es
dolor de salvación, es mar de martirio, es mar de inmolación.
Hija mía, jardín celeste de
flores divinas, prado mimoso que apascenta a los pecadores. Llénalos
de gracia, pureza y
amor. Guárdalos, guíalos, pastorcita divina, pastorcita escogida por
Jesús. Purifícalos, purifícalos para Mí, guíalos, encamínalos a mi
divino Corazón.
Hija mía, maestra de las
ciencias divinas, guarda lo que fue depositado en tu corazón hace
ocho días, depositado por Mí y mi bendita Madre, es el mundo, son
los pecadores. Es valor infinito, es mi divina Sangre. Son almas
salvadas por tu dolor. Esa anisa de querer guardar y no saber cómo
es tormento que va a consumirte hasta tu muerte, día a día aumentará
más.
Hija mía, donde está escrito
todo lo que es divino: en ti aprenderán a amar, en ti aprenderán a
sufrir, en ti aprenderán a conocer como me comunico con las almas.
No lo saben no lo estudian, hacen con esto sufrir tanto a mi divino
Corazón.
¡Ten valor! Quien conmigo
sufre, conmigo vence. ¡Cuántas lágrimas de arrepentimiento llorarán
al ver que tu nombre, ahora tan manchado, es conmigo y con mi
bendita Madre, glorificado en la tierra y en el Cielo!
Ven, mi bendita Madre, ven a
consolar a mi y tu hijita, ven a cubrirla de tus caricias.
Vino mi Madrecita, me tomó en
su regazo, me apretó con ternura y amor, me besó y acarició y me
dice:
― Hijita mía, reina escogida
por Mí y por mi divino Hijo, estarás en el Cielo a mi lado y al lado
de mi divino Hijo en trono de reina. Yo como Reina del Cielo y tú
como reina de la tierra.
― Madre mía –dice Jesús-
aliméntala y dale tu vida, la vida del alma de la que vivió siempre,
la vida del cuerpo que necesita.
Mi Madrecita empezó a
calentarme soplando con sus santísimos labios, unidos a los míos. Me
sentí fuerte en el alma y en el cuerpo: Jesús hizo lo mismo, me
calentó, me acarició y continuó:
Hija mía, estoy con mi bendita
Madre para darte aquel consuelo que debías recibir de los hombres.
Cuando hace años te decía que sería tu director, me refería a estos
tiempos, no era para quitar a tu director. Necesitaba de él, en
unión conmigo para guiarte y llevarte a las alturas que mi divino
Amor exige. Ya veía la crueldad y persecución de los hombres.
¡Valor! Tu nombre que sientes
enlodado, en breve será llamado con respeto y alabado junto conmigo.
— Agradecida para siempre,
Jesús mío, cuantas cosas me dices, más miserable y mezquina me
siento delante de ti.
¡Tu camino, Madre de Jesús,
Me da consuelo para llevar la Cruz.
Para llevar la Cruz en esta
amargura,
Entre tinieblas, tan oscura.
Madre de Jesús, dame tu amor
Para amar con él a tuyo y mío Señor!
18 de Diciembre
Ayúdame, Jesús, de la tierra no
puedo esperar ayuda. Me siento abandonada de todos y como si se
voltearan contra mí. ¡Ay de mí sin Vos en cada momento! Siempre,
siempre rumores de tempestad, siempre, siempre un dolor casi
insoportable, un dolor sin fin. No puedo estar aquí, mi Jesús, me
consumen las nostalgias del Cielo. No puedo ver y sentir la
distancia que me separa de Vos. Un fuego a veces insoportable abrasa
mi corazón, viene de mi boca, parece quemar mis labios. De nada vale
el agua con que los refresco por algún tiempo. Es fuego, fuego,
siempre fuego. Y siento que no os amo, que no conozco el amor. Pobre
de mí, no sé vivir.
Estoy cansada de tanto esfuerzo
que hago para guardar en mí lo que Jesús y mi Madrecita me
entregaron. Siento como si estuviese siempre de brazos cruzados
sobre el pecho con toda la fuerza posible para defender, para
guardarlo. Otras veces voy loca a huir de un grande asalto. Viene
sobre mí no sé quien, una multitud inmensa, quiere robarme lo que
tengo en mi corazón y yo corro para esconder todo. Quiero enrollarlo
con cadenas dentro de mí, fuertes cadenas, prisiones, gruesas
prisiones para que nada me sea robado. Duro tormento para mi alma,
pues nada consigo.
En las horas que así sufría,
tuve un terrible asalto del demonio. Sentí entonces como si me
robase todo, quedé sin corazón, sin pecho, sin nada. Era una simple
cáscara de huevo que dentro nada tiene. Sentía que el robo me fue
llevada a lo lejos. Me obligaba a decir:
Nada quiero guardar dentro de
mí, quiero pecar, quiero gozar.
Me afirmaba que yo pecaba con
muchos demonios, con ciertas personas y las nombraba, diciendo de
ellas y de mí, las cosas más feas. Estaba desesperado. Blasfemaba
contra Jesús y lo acusaba de reo de crímenes, me hacía temblar de
miedo al oír lo que decía a Jesús (contra?).
Raras veces conseguí pedir socorro al Cielo. Estaba en un baño de
sudor, en un cansancio que no sé explicar. Siempre dije, sin querer
decir. Mi Jesús, no puedo más. Terminó el ataque y no me podía
mover. Tristísimo por verme privada de aquel tesoro inmenso que
poseía dentro de mí y poseía con recelo de haber pecado, murmuraba a
solas.
Dios mío, Dios mío, yo sin luz,
sin guía, sin un sacerdote con quien pueda desahogar todo esto. El
cielo, Jesús, Madrecita.
Los abismos habían
desaparecido, pero aún oía a lo lejos los ruidos del demonio. Sentía
fuertemente su rabia. En esta amargura, en posición violente, pasó
un buen tiempo. ¿Si Jesús no me ayuda, quien podrá hacerlo? Oh Dios
mío, por Vuestro amor y por las almas. Oí entonces a Jesús.
No pecaste, hija mía, no
pecaste, confía en Mí la mayor de las consolaciones, desde Mí toda
la reparación posible.
Mira hijita, tu Ángel de la
Guarda, encargado de cuidarte, recibe ahora la misión de velar por
ti, cambiándote de posición cuando lo necesite en estos combates.
Anímate, estoy contigo.
Quedé entonces en la posición
de costumbre, y después de unos momentos, empecé a sentir que aún
tenía en mí aquel rico tesoro que el demonio había hecho
desaparecer. Mi alma sintió tanta alegría al ver que poseía aquella
riqueza. Quería abrazar el rico tesoro, quería besarlo. Sentí la
alegría de una madre que, habiendo perdido a su hijo, de nuevo
vuelve a encontrarlo.
No sé decir la alegría de mi
alma. No sé decir los cuidados que esto me da, estoy siempre
recelosa de que alguien pueda robarlo. Todo quiero hacer, todo
quiero sufrir para que no corra peligro.
Ayer, sin reflexionar, dije una
palabra que me pareció que disgustaba a Jesús, quedé tristísimo. Me
humillé delante de Nuestro Señor, estaba avergonzada.
Perdóname, mi Jesús, ¿qué soy
sin Vos ¿
Este dolor me acompañó todo el
resto del día y la mayor parte de la noche. En la madrugada, al
hacer mi preparación para la llegada de Jesús, no pude resistir el
dolor. Lloré, lloré. Tenía mucha pena de haber molestado el Corazón
divino de Jesús. Quería un sacerdote que con su santa absolución
purificase mi alma.
Purifícame, Jesús, purifícame.
Ve el dolor que tengo de haberos disgustado. Estoy sola, sin ninguna
ayuda de la tierra. No me faltes, perdóname, perdóname. Acepta el
dolor que tengo de haberos disgustado, por todos los que pecan
gravemente y no lo tienen.
Este dolor continuó al
transcurrir el día y siempre vigilando lo que tengo guardado en mi
corazón. Unas ansias destructoras de poseer mundos, millares de
ellos, y gritarles siempre: Ama, ama a Jesús.
Dios mío, no sé si venceré, no
sé si resisto tanto sufrimiento. Quiero veros amado por todos y no
quiero saberos ofendido. No puedo sentir vuestro dolor.
¡Pecado, triste pecado, que
tanto hieres a Jesús! ¿El
Amor, mi Amor, que especie de ternuras tienes para darles? Los
espero, los presiento. Tengo miedo. Si me hieren mucho, os amo.
¡Cuánto mayor fuera el dolor, con Vuestra gracia, mayor será mi
amor. Cielo, váleme, acude a mí! |