SENTIMIENTOS DEL ALMA
1944
30 de Noviembre
Pasa un
día, pasa un año, pasa otro y yo cada vez en más sufrimientos. No sé
cómo se puede sufrir así, como se puede resistir tanto. No quiero
decir, no puedo decir que sufro, pues no soy yo la que sufro, es
Jesús que sufre en mí. Mi alma murió, pero siente el dolor; siente
ser rasgada, herida y destruida. Murió, no es mía, no sé para donde
fue. De mi cuerpo hasta las cenizas se apagarán y desaparecerán,
pero aun así, siente que el
corazón
está en una bolsa de espinas, es un sedeiro (donde se cardan los
hilos. Ver la foto) de espinas. El mundo aplasta esa bolsa a tal
punto que sólo quedan las espinas. Ni corazón, ni sangre ni nada.
¡Ay,
Dios mío, cuánto cuesta esta separación del alma del cuerpo! ¡Cuánto
cuesta no tener vida y sentir dolor! Todo huye de mí, no siento la
presencia del Espíritu Santo, no siento amor a Jesús. De tarde en
tarde tengo ansias de amarlo, son anisas, es un amor que nace para
luego morir. Es un fuego que está amortecido, no se ven señales de
llamas.
¡Oh
dolor, que matas el amor! ¿Oh dolor, de quien eres y por quién
sufres?
Jesús,
estoy en la cima del calvario, clavada en la cruz.
No
cesan mi miedo y mi grito. ¡Pobre de mí! Pero no es oído, es apagado
por el zumbar de los vientos, por la furia de las tempestades, que
no terminan, continúan siempre. Es callado por los gritos de la
humanidad que se rebela contra mí.
En lo
alto de la cruz no puedo levantar los ojos hacia Vos, mi Jesús,
tengo vergüenza y me parece no ser tampoco oída por Vos. El peso de
las humillaciones sofoca y aplasta. Siento que perdí en la tierra
toda la alegría y consuelo. Y del Cielo, mi Jesús, siento que
tampoco recibo nada. Quiero confiar, mi Jesús, confío, pero me
parece que de mi Patria nada puedo esperar.
Ayer al
recibiros, después de pediros tantas cosas, iba a pediros también el
alivio de mi dolor, pero me acordé a tiempo y no lo pedí. Vos me das
el sufrimiento y no puede faltarme la fuerza y la gracia necesaria.
Consolaros a Vos, entonces, consolaros siempre.
Dios
mío, perdona mis desahogos, en un desánimo llegué a pedirle a mi
médico si podía huir de aquí para fuera, para donde nunca más se
supiese de mí.
Jesús
mío, no quiero salir para huir del dolor, bien lo sabéis, quería
huir para quedar olvidada, para no ser un estorbo para las almas,
para no tenerlas en desasosiego, como alguien afirma.
No pido
venganza para los que me hacen sufrir, deseo para todos lo que deseo
para mí: la mayor gracia, el mayor amor. No son palabras salidas
sólo de mis labios, me salen del corazón y del alma.
Sufro
de parte de los hombres, sufro de parte del demonio. ¡Qué violento
combate!
Se me
aparece de noche en la figura de bichos aterradores que desconozco.
Aparece también en la figura de una serpiente hedionda, de boca
abierta, con la lengua de fuera, arrastrándose por el piso. Vino
cerca de mí, quedo retirado tal vez a dos palmos de distancia. A la
par conmigo, se abrieron barreras profundas, negras, asustadoras. De
entre ellas se habrían también espacios de fuego, con llamaradas
negras que subían a gran altura. En medio de ellas estaban muchos
demonios, atormentando a las almas, dándoles malos tratos, que el
maldito también me daba a mí, con todas sus mañas. Afirmaba tocarme,
pero me parece que puedo jurar que no: eran sólo sus mañas
infernales.
Hablo
así ahora, pero en el momento de la lucha me parece que todo es
verdad en cuanto él dice. Por obediencia quise expulsarlo, tenía
permiso del confesor para hacerlo. Recuerdo, bien que lo recuerdo,
pero hacerlo no fue para mí (eso es, no fui capaz no pude).
Me parecía que él me obligaba a decir:
—
Quiero pecar, quiero gozar.
Mostrándome la lucha de las almas en el infierno, me decía:
— Es
allí a donde estás condenada, es tu lugar. Ahora pecas con esta y
con aquella persona.
Pasado
algún tiempo, nombraba a otras personas, siempre en medio de nombres
feos y palabras escandalosas.
Terminada la lucha, cuando ya podía yo recurrir al Cielo, llamar a
Jesús y a la Madrecita y renovar mi oferta de víctima y decir “no
quiero pecar, no quiero pecar”, él danzaba, aplaudía y con
carcajadas, decía:
— No
quieres pecar y ya pecaste; desde que estás satisfecha es que
recurres a Dios.
Y sin
darle atención, repetía siempre “No quiero pecar”
é que
recorres a Deus.
Me dice
Jesús:
— No
pecas, hija mía, ¿Acaso puedo consentir ser ofendido por una esposa
mía? Alégrate, no me ofendes, esta es la reparación que te pido. Di
que la quiero que necesito de ella.
Con la
voz de Jesús el demonio desapareció y quedé en paz, muy en paz.
Hoy
vinieron nuevas espinas a herirme.
¡Oh
Dios mío, cuantos estragos dio la tempestad que me has hecho sentir!
Desde lejos vi todo. ¡Tanta maldad! Pero tal vez, sin querer,
afligida.
Mi
amargura llegó al extremo: quería respirar y no podía. Tanta
calumnia, tanta persecución, una humillación continua. Volteada para
el Sagrado Corazón de Jesús, ya no veía porque era de noche y si no
fuese así, tal vez no lo viese por las lágrimas que me bailaban en
los ojos y se deslizaban por mi cara. Lloré, lloré, al mismo tiempo
que las ofrecía le dije:
— Jesús
mío, nunca procuré engañar a ninguna criatura, nunca me vino al
pensamiento hacer el bien para agradarles o pasar por buena. Nunca
me vino al pensamiento la tentación de engañaros, Jesús mío. Sé que
era imposible, pero bien sabéis que nunca me acordé, no quiero pasar
por lo que no soy. Por gracia Vuestra conozco mi miseria, soy mala
por mi culpa, sólo por mi culpa, y por Vuestra misericordia confieso
humildemente que lo soy. Nunca vino a mi pensamiento servirme de Vos
para remediar mis males o los de los míos, a no ser para implorar
vuestro auxilio y confiar siempre que todo remediáis.
Jesús
ve la agonía de mi alma. Estoy en paz con todo lo que os digo es
verdad, bien los sabéis. Es a Vos al que he de dar cuenta y no al
mundo, la sentencia de él sólo sirve para hacerme sufrir, pero no
para condenarme.
Jesús
mío, si pudiese descender de mi cama, pasar la noche en el piso de
este suelo duro para hacer penitencia e implorar Vuestras divinas
gracias para todos aquellos que sufren por mi causa. ¡Si yo sufriese
sola! Me cuesta tanto ver sufrir a aquellos que me son tan queridos
y a quien tanto debo por lo que han hecho por mí. Me parece una
ingratitud, mi Jesús. Remedia todo esto y compadécete de mi dolor;
estoy loca con él, bañada en sangre, despedazada.
En
estas horas de tanta angustia, puedo decirlo, es verdad: venciste,
vence Vuestro amor. Por mí nada podía, me desesperaría.
Ya solo
con el pensamiento pude rezar el Magníficat.
Tenía
tanto que agradecer al Señor, fueron tantas y tan grandes sus
caricias. Los acepté por Jesús y a Jesús los ofrecía.
Las
almas, las almas tienen que ser salvadas. Quiero darle a mi Amado
este consuelo. |