SENTIMIENTOS DEL ALMA
1944
14 de Noviembre
Para
dictar los sentimientos de mi alma tengo que hacer violencia sobre
mí misma. Me parece que voy esforzada
para
el lugar del martirio, que de veras me atemoriza. Me manda la
obediencia y cueste lo que cueste, Jesús, acepta este sacrificio.
¡Qué
días angustiosos he pasado! No encuentro ni a Jesús ni a mi
Madrecita, por más que los llamo y voy en su búsqueda. Son varios
mis sufrimientos. Algunas horas anda mi espíritu vagando por los
aires, siempre entre las tinieblas más aterradoras, sin encontrar
donde posar para descansar un sólo momento. Quiero subir, subir,
llegar al Cielo, pero no lo veo, no lo encuentro: ya no existe. Allá
no están Jesús ni la Madrecita, ni oyen el grito que los llama, no
ven las ansias ni el martirio de este pobre espíritu.
¡Dios
mío, todo está perdido! ¿Jesús, para qué es tanto sufrir? Ya no hay
Cielo, ni almas que salvar, todo dejó de existir.
¡Jesús,
soy siempre vuestra víctima! Confío en Vuestra existencia, confío en
el Cielo, donde estás y que a mí me esperas para amar y gozar.
Tristes
horas, tristes días de mi vivir. La santísima Voluntad de mi Jesús,
te quiero, te amo, te abrazo en un abrazo eterno.
Transforma mi agonía. Horas horrorosas de triste confusión. Muere mi
alma, ¡Horror, horror, tremendo horror! Dios mío, ¿cómo es esto?
Muere mi alma, muere todo lo que me pertenecía. Fueron las
miserias, las maldades, los crímenes vergonzosos de mi pobre cuerpo
que le causaron la muerte. Sin alma, sin vida, sin nada, ¿cómo puedo
estar aquí? ¡A quién pertenece este dolor, esta agonía? No sé,
Jesús.
¡Ay,
qué triste confusión, es casi desesperación! ¿Jesús, Madrecita, qué
será de mí si no vienen en mi auxilio? Si me faltan, ¿a quién podré
acudir?
Sangre
de Jesús, dolores de mi Madrecita, sed mi fuerza en este martirio,
estoy en él por Vuestro amor, estoy en él por las almas. No puedo
conformarme con la muerte de mi alma, siento querer enojarme contra
Vos. Recuerdo a los condenados al infierno, lo que será el martirio
por toda la eternidad?!
Estoy
alerta en horas de la noche, en forma continua con Jesús. Sus
prisiones de amor son mis prisiones, siempre consumida en ansias de
amarlo. Todo en silencio y yo con Él. No estás solo, mi Amor, estoy
contigo, os amo, soy toda vuestra.
Quedo
como una lámpara ardiente, ante el Corazón Santísimo de Jesús y de
la Madrecita querida, les pido bendiciones, gracias y amor para mí,
para los que me son queridos, hasta para el mundo entero: por todos
os quiero amar.
Me
falta valor, no tengo amor, ¿amar a quién?
Me
aterran mis miserias, ¡Qué vergüenza, qué confusión!
El peso
de las humillaciones cae sobre mí. Mi alma siente las censuras, los
rumores de las tempestades a lo lejos. Atemorizada, me cuesta
caminar. Muchas espinas, una lluvia de ellas caen sobre mí. Alma,
corazón y todo el cuerpo, quedan lacerados, bañados en sangre.
Miré
hacia atrás, no vi el pasado, todos los caminos que pasé
desaparecieron. ¡Dios mío, qué destrucción!
Enfrente de mí hay una montaña nauseabunda, imposible, no puedo
subirla, no puedo ir atrás ni al menos un paso.
De
repente, sentí que caía de rodillas, las manos abajo, los ojos en lo
alto, e invoqué el nombre de Jesús y de mi Madrecita. Grité, grité
desee lo más íntimo de mi alma. Mi grito no subía, se escondía entre
las rocas de la montaña, se llenaba con mi sangre y mis carnes
destrozadas por las espinas, para morir conmigo. La agonía de mi
alma aumentó, ya no podía gritar. Sin sentir ningún auxilio, con la
aflicción, el corazón latió con tanta fuerza, pareciéndome que
perdía la vida.
¡Oh,
qué dulce, mi Jesús, es morir por Vos! O
amaros o morir. Sufrir, sufrir para daros almas.
El
divino Espíritu Santo, en las horas más aflictivas, bate sus almas
blancas y grandes como las de un águila haciéndome sentir una brisa
suavísima y animadora. Con el pico grande, lo introduce en mi
corazón como para retocarlo y fortificarlo. En uno de esos momentos
Jesús me secreteó en lo más íntimo:
― Estoy
aquí, hija mía, en el paraíso de tu corazón, en el nido de mis
delicias. Sufre contenta que es para mí.
Me
reanimé un poco, para después desfallecer.
Mis
comuniones, por mayor esfuerzo que hago, no son aquello que yo
deseo, no amo como querría amar, no se hablarle a Jesús.
Cuando
de un lado y de otro vienen nuevos golpes a herirme, cuando las
provocaciones una y otra vez vienen a tocar a mi puerta, quedo
desfallecida. De repente, levanto mis miradas hacia Jesús y le digo:
Es así
como acepto y quiero lo que Vos queréis. Como soy débil, Jesús,
ayúdame, mi grande miseria es digna de compasión. Retomo las
fuerzas y doy unos pasos para adelante. El demonio no me ha
atormentado con sus ataques, pero me atormenta con sus mentiras y
con palabras escandalosas. Viene a mí como asaltándome,
amenazándome:
― He de
destruir tu cuerpo – y aumenta muchas cosas feas- pecas como quieres
y cuando quieres.
Fingiéndose satisfecho, bate palmas y danza y da carcajadas.
― Mira,
fulano y fulano no volvieron, te abandonaron, te juzgaban una
inocente y eres (y dice todo lo que hay de peor)
Con
nuevas carcajadas me dice:
― Prohibieron venir aquí.
Jesús
mío, no me deja el padre de la mentira. Es mi enemigo, pero también
es Vuestro. Necesito amparo, dame valor, no me dejes pecar. Soy
pobrísima (muy pobre) dame Vuestra riqueza, soy cieguecita, dame
Vuestra luz. Soy Vuestra, Jesús, y soy de las almas.
15 de Noviembre
Regresaron los ataques del demonio. Una de estas noches vino con
toda la rabia y furor. Me atormentó de veras. Lo que me hacía sentir
en mi cuerpo no lo digo aquí. Me decía:
― ¡Mira
como estás, qué esposa de Jesús! Renuncia a eso. Le dije que no eres
su esposa.
Mira
como tiene enojo de ti, ya no te quiere.
Me
decía el nombre de varias personas con palabras muy feas y me decía
que era con ellas con las que quería pecar. Quería instruirme en el
pecado.
― Voy a
consumirte durante la noche. He de destruir tu cuerpo. Puedes vivir
del placer como vives del amor. ¡Pecar es mucho mejor! He de
llevarte al placer.
Danzando, daba carcajadas y me decía:
― Mira,
el Padre Humberto y el médico no volverán, les fue prohibido venir.
–y aumentaba nombres feos.
El
demonio a veces también me dice verdades. El presentimiento del
Padre Humberto de prohibirle venir ya lo sabía hace días.
La
lucha siguió por espacio de mucho tiempo. Hacía tal ruido, más
fuerte que una tempestad. Me asustaba. Estaba cansada de tanto
luchar. Siempre que podía llamaba a Jesús y a mi Madrecita y les
decía: no quiero, no quiero pecar.
Vino
Jesús en mi auxilio. Le dice:
― Apártate, maldito, ve para el infierno, deja a mi víctima, estoy
contento con su reparación.
Huyó
despavorido. Desde lejos miraba para atrás, enojado contra Jesús.
¡Quedé muy triste!
Al
principio de mi preparación para comulgar, vino a mi pensamiento la
pasada lucha. Me atemoricé. ¿Ay, cómo he de recibir a mi Jesús? De
repente, todo olvidé: pude recibirlo y quedar muy unidita a Él.
Horas
después, al ver mis alimentos que tanto me gustaban, sentí nostalgia
casi insoportable de alimentarme, con cosas que me supiesen. Callé,
no dije nada, le ofrecí a Jesús mi sacrificio y mis nostalgias para
reparar por aquellos que sólo tienen nostalgia del pecado y se
alimentan con cosas que ofenden a Jesús.
Era
casi de noche, cuando recibí noticias que me hicieron aceptar los
sentimientos de mi alma. ¡Dios mío, qué golpe profundo en mi
corazón!
No me
fue dicho, pero me llevó a creer que había prohibición al Padre
Humberto para venir junto a mí. Yo decía:
Hágase
la voluntad de Nuestro Señor. Lo que Dios quiera; bendita sea mi
cruz. Pude levantar mis manos, recé el Magnificat en señal de
agradecimiento.
Jesús,
acepta, más tengo que ofrecerte.
Sentí
una fuerza en mi corazón que no sé explicar. Quería cantar y entonar
himnos de alabanza y agradecimiento a Jesús. Recé las oraciones de
la noche con todo entusiasmo y fuerza.
Había
lágrimas, muchas lágrimas junto a mí. Dije algunas palabras de
aliento sin adelantar nada.
Veía a
mi lado una sepultura abierta para mi hermana, me parecía haber sido
la que cavé la tierra, la que la abría.
Jesús,
soy yo quien voy a sepultar a mi hermana, pero sin quererlo.
El
corazón entonces sangraba de dolor, pero sangraba profundamente.
Jesús, Madrecita, todo por Vuestro amor y por las almas. Quede sola,
déjenme todos, pero Vosotros no me dejéis. ¡Confío, confío!
16 de Noviembre
Dios
mío, que tremendas son mis luchas con Satanás. Tanto me hacían
sufrir mis dudas y ahora otras causadas por él. Vino furioso contra
mí. Con ruidos asustadores a mi alrededor. Usó de las malicias
infernales, hizo que le sonriese al pecado y a las personas
cómplices. No le dije nada. Llamaba por Jesús siempre que podía, le
juré que no lo quería ofender.
Amaros,
amaros, mi Jesús, esconderme en Vos, desaparecer para siempre.
El
cansancio de la lucha me llevó a las puertas de la muerte. Y el
demonio, sin compasión, usaba de sus maldades, cada vez más furioso.
Tantas cosas que desconozco, tantas que ni por un solo momento me
vienen al pensamiento. Me lanza todo en el rostro, haciéndome la
mujer más desgraciada del mundo.
Agotada
de tanta lucha, sentí un dolor en el corazón como si me diesen una
patada. El corazón, que tenía palpitando de aflicción, dejó de
respirar, perdiendo la vida. No vi a Jesús ni lo oí. Ni sentí en mi
alma su divina presencia.
Con
toda autoridad, hice señala al demonio para que se retirara y huyó
desesperado.
No
llega a tocarme, se sirve de sus mañas. Son tan grandes y tan
graves, Dios mío. Si el mundo las conociese no os ofendería tan
gravemente.
Terminada la lucha, quedaron las ludas, tremendo recelo de haber
pecado. Un susto se apoderó de mí. Con los presentimientos que tenía
y que tanto me hacían sufrir, espero con ansiedad al Abad, a ver si
me dice que le habían dado orden de no volverme a traer a Jesús.
Llegó y nada me dijo, pero el recelo continúa.
¿Vendrá
eso, mi Jesús? Todo me roban, sólo faltáis Vos. ¿También intentarán
retirarte de mí?
Dios
mío, todo merezco por mis miserias y mis maldades. Estoy cierta, mi
Jesús, confío que, si así procedieran, Vos suplirías en alguna
forma, bien sabéis que sólo vivo para Vos.
Llegó
el Padre con una familia de Mogofores. Me costó mucho, nuevas
espinas me herían al ver que no venía aquel que tan bien me
comprendía a mi alma. Procuré esconder esto. Comprendía todo. En la
despedida, no sé decir que dolor, que golpe tan profundo. Sentí en
mí una santa nostalgia por el robo que me habían hecho, por las
maldades de los hombres. Todo entregué a Jesús, para todos pedí
perdón y su divino Amor. ¡Voluntad de mi Dios, como te quiero y te
amo!
Me
sentí más fuerte y así pude continuar encubriendo con mi sonrisa el
dolor que había en mi alma y que me hacía despedazar.
Jesús
mío, todo por Vos. ¡Vos aún sufristeis más!
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