INDEX
Amanecer
-
El primer recuerdo -
¿Vanidosa? - Vence el miedo
- Viva e inquieta -
Extraña atracción -
“Al infierno es donde no quiero
ir” - Respeto a los sacerdotes -
“Mi corazón así me lo sugería”
- ¡Qué lindo sueño! -
Procuraba atraerla -
Un dolor en la columna vertebral
- El malandrín vuelve al asalto
“Me llamo Alexandrina Maria da Costa. Nací en la feligresía de Balasar, distrito de Porto, el
30 de marzo de 1904. era miércoles santo. Me bautizaron el 2 de abril, sábado de
Gloria”.
Es el inicio, lleno de sencillez, de la
narración personal de Alejandrina. La feligresía de Balasar cuenta con 2000
habitantes, está constituida por 22 lugares escondidos entre pinares y suaves
ondulaciones de terreno, campos sembrados entre viñedos de vino verde. Las
casas son pequeñas, de piedra tosca pero pintadas de vivos colores.
La iglesia parroquial surge en las faldas
de un monte, en las márgenes del río Este. En un valle frontero se encuentra una
capilla, construida en 1832, en el sitio donde apareciera una cruz diseñada por
tierra de color diferente.
A pocos minutos de esta capilla, en una
elevación de nombre Calvario, vive nuestra heroína.
“Sería mi deseo ver mi vida llena de
bellezas espirituales y de amor a Dios, pero por el contrario, desde el
principio descubro faltas y defectos”. Así escribió Alejandrina.
A los tres años, el primer recuerdo.
Estando acostada junto a la madre, a la
hora de la siesta, Alejandrina descubrió un vaso de pomada para el cabello en un
pequeño estante. La pequeña se levanta sin hacer ruido y trepa en el respaldo de
la cama y extiende la mano hacia el vaso, en aquel momento la madre despierta y
sobresaltada la llama. Alejandrina, sorprendida, deja caer el vaso que cae
quebrándose en pedazos; después, perdiendo el equilibrio, se cae ella también,
hiriéndose en el lado derecho de su boca, de esa ocasión le quedó como recuerdo
una cicatriz.
¡Se oyen gritos inconsolables! La llevan
rápidamente al farmacéutico, le ofrecen dulces para calmarla, pero nada valía,
Alejandrina respondía con arañazos y puntapiés. “Fue esta mi primera maldad”
–escribió ella, apesadumbrada.
En la iglesia se quedaba encantada
contemplando las imágenes de los santos, sobre todo la de Nuestra Señora del
Rosario y la de San José, porque estaban vestidas con primor y soñaba con
poderse vestir igual. ¿Sería vanidad? – “No sé si esta sería una manifestación
de mi vanidad” –escribe ella en sus memorias.
Un poco más crecida, recibe de su madre un
bello par de zuecos. ¡Qué alegría! se pone su vestido de fiesta, como si fuera a
Misa, se calza sus zapatos y pasea feliz por la sala, después se arrodilla en el
piso, pone sus zuecos al frente, como ve hacer a las mujeres en la iglesia y
sentada sobre sus talones, se queda arrobada!...
Nos cuenta:
“En los tiempos de la fiebre española
murió uno de nuestros tíos. Mi hermana Deolinda y yo nos quedamos una semana en
compañía de su familia, para asistir a la Misa del séptimo día. Una mañana me
pidieron que fuera a buscar un poco de arroz al cuarto donde había muerto el
tío. Llegué hasta la puerta, pero no tuve valor para entrar, tenía miedo, tuve
que ir por mi abuela.
En aquella misma noche me dijeron que
fuera a cerrar la ventana del mismo cuarto, pero al llegar a la entrada, sentí
temblar mis piernas y no podía avanzar. Me dije entonces: “tengo que vencerme,
tengo que quitarme el miedo”. Después de esto abrí la puerta, y a paso lento,
caminé de un lado para otro, en el lugar donde estuvo el ataúd de nuestro tío. A
partir de entonces, ya no tuve más miedo, me había vencido a mi misma.
En las reuniones de la familia,
Alejandrina contagiaba a todos con su alegría. Le florecían en los labios frases
graciosas y anécdotas simpáticas, imaginaba juegos muy ingeniosos y alegres;
Deolinda, mayor que ella y con un temperamento más calmado, era casi siempre su
víctima.
Un día dejó caer con estruendo la tapa de
un arca, poniéndose a gritar para hacer creer que se había lastimado. Deolinda
acudió, llena de susto, y entonces la pequeña traviesa rompió en una carcajada.
En la iglesia, ataba las franjas de los
chales de las señoras que seguían con atención la función. A veces, escondida
atrás de las paredes, tiraba piedras a las pobres devotas que regresaban de la
iglesia.
Un día le quitó a su hermana una camisa de
hombre, que acababa de hacer, se la puso por encima de su ropa y salió a la
calle, haciendo reír a los que pasaban.
La madre la definía: “Es una cabrita,
saltando por todos lados”.
Le gustaba andar por encima de las bardas
más que por los caminos. Su madre pronosticaba: “Sigue y vas a morir algún día
hecha pedazos como un cántaro”.
En enero de 1911, para poder frecuentar la
escuela (estudió solamente el primer año), fue junto con su hermana a la casa de
una familia en Póvoa de Varzim.
Pero también para allá llevó sus
travesuras. Corría atrás de las carrozas, se subía, viajando en la borda por
algún tiempo, después saltaba a tierra con agilidad, y solamente dejó de hacerlo
cuando los conductores la denunciaron a la dueña de la casa donde habitaban.
Un día salió con dos de sus primas a
pasear en un pinar, encontrándose con unos jumentos que estaban pastando,
alejandrina aprovechó inmediatamente para cabalgar, pero al primer galope el
jumento la lanzó de espaldas sobre unos espinos, salió de esta aventura con
algunos arañazos.
De niña, imaginaba que, trepando de casa
en casa, de árbol en árbol, y trepando después con cordeles, no sería tan
difícil llegar hasta el cielo... “No sé decir –cuenta Alejandrina- lo que me
llamaba hacia allá”.
A los siete años hizo su primera Comunión.
“ El Padre Álvaro Matos me examinó en catecismo, me confesó y me dio a Jesús.
Durante la comunión quise quedar siempre de rodillas, aunque era muy pequeña,
observando bien la partícula que quedó grabada en mi alma. Me parecía quedar
unida a Jesús para toda la vida, Él me prendió el corazón. No sé ahora explicar
la alegría que sentí”.
“Tenía nueve años cuando, con mi hermana
Deolinda y una prima, fuimos a una aldea próxima a asistir a la predicación de
Fray Manuel de las Santas Llagas. Fue con él que hice mi primera confesión
general. Estuvimos todo el día, para oír también el sermón de la tarde. Habiendo
quedado junto al altar del Sagrado Corazón de Jesús, coloqué juntas mis zuecos
en las columnas de la balaustrada.
Escuché con mucha atención las palabras
del predicador que, en cierto momento, nos invitó a descender en espíritu a un
lugar de penas eternas: el infierno. Incapaz de comprender el justo sentido de
aquella invitación y persuadida de que el Padre era un santo, quedé convencida
de que de un momento para otro él nos habría transportado para allá. Pero ante
este pensamiento me rebelé y me dije: “Al infierno es donde yo no voy. Si los
otros fueran con el Padre, los dejo ir, yo me escapo”.
Y sin más, me calcé mis zuecos para poder
huir, cuando vi que ninguno se movía, entonces me serené un poco, pero los
zuecos no me los volví a quitar...”.
“Siempre tuve mucho respeto por los
sacerdotes. En Póvoa de Varzim, cuando me sentaba a la puerta de la casa, los
veía pasar por la calle, ya estuviera sola o acompañada, siempre me levantaba a
su paso. Ellos, desde lejos, se descubrían en atención a mi cumplimiento. Y
estando cerca, respondían con el habitual “Dios te bendiga”.
Observé que varias personas se reían de mi
comportamiento y entonces yo me sentaba a propósito, para poder levantarme
cuando los veía y demostrar con mucho gusto mi veneración por los ministros del
Señor”.
“En Póvoa de Varzim me aficioné mucho a la
dueña de la casa, en aquel tiempo, yo era muy mala pero cuando me regalaban
cualquier cosa, corría a repartirlo con ella, mi corazón así me lo sugería.
Tenía yo catorce años, un día nos llegó la
noticia de que el padre de una amiga estaba moribundo. Me apresuré a correr para
allá y lo encontré envuelto en andrajos, fui con mi madre que me ofreció
(prestado, claro está), toda la ropa necesaria para que le hiciéramos la cama.
El enfermo vivió doce días y continúe hasta el fin, haciendo compañía a sus
angustiadas hijas.
En otra ocasión, una señora nos informó
que una anciana estaba en cama, moribunda. Mi hermana cogió el libro de
oraciones y el agua bendita y salimos acompañadas de unas alumnas de la costura.
Junto a la puerta estaba una sobrina de la enferma que no tenía valor para
asistir. Deolinda comenzó a leer las oraciones de los agonizantes. Yo estaba
detrás de ella y vi como las franjas de su chal se estremecían como si fueran
una hoja. Cuando acabó de leer, entró la hija de la moribunda, pero la ancianita
exhaló el último suspiro sin reconocerla.
Deolinda, despidiéndose les dice: -Hice
todo lo que pude, pero ahora no tengo valor para hacer más.
Y viendo a la hija de la difunta en
semejante aflicción, no quise dejarla sola. Resolví quedarme y ayudarla a lavar
y a componer el cadáver que estaba cubierto de llagas. Sentí un olor horrible
cuando la levantamos para vestirla. Casi me desmayo, pero no dije nada, sin
embargo, una persona que llegó se dio cuenta y fue a buscar un ramo de geranios
para que los oliera, agradecí mucho la ayuda, pero no interrumpí mi servicio,
sólo me retiré cuando la difunta quedó compuesta en su cámara ardiente.
Un día tuve un sueño. Me pareció estar
junto de una escalera muy alta que llegaba hasta el cielo, pero con escalones
tan estrechos que solamente con mucho cuidado se podía poner el pie. Y era
necesario subir. Pero, ¿cómo hacerlo? No había nada de donde apoyarse, al lado
de aquella escalera, alguien me animaba en silencio.
En la cima avisté un trono donde estaba
sentado Jesús; y junto a Él, la Virgen María. El cielo estaba lleno de santos,
la Virgen estaba llena de alegría, contemplando el espectáculo. Pero pronto
despertó y vio que todo había sido un sueño.
Cuando Alejandrina cumplió doce años, un
campesino de los alrededores la pidió para que fuera su criada. -“Sólo le cedo a
mi hija –dice la madre- con una condición: que la manden a Misa todos los
domingos y a confesarse una vez al mes. Además de eso, deben dejarla ir a casa
todos los días de fiesta, para que pueda continuar bajo de mi vigilancia y
asistir a las funciones de la iglesia, y nunca, absolutamente nunca, pueden
dejarla salir de noche.
El contrato duró poco tiempo: el patrón,
hombre colérico, exigía de la pequeña un trabajo muy superior a sus fuerzas y
además de eso era un tanto desbocado en su lenguaje.
La casa de los Costas está situada en la
periferia del poblado, en el dorso de una
colina denominada Calvario. Es una
casita modesta, de un piso, quedando al ras del suelo la bodega, el cuarto de
guardar la leña y el establo. Alrededor de la casa tiene un pequeño terreno con
viñas, una huerta pequeña y algunos canteros y todo cercado por un alto muro.
De las ventanas de los tres cuartos que
estaban al norte, se alcanza a ver una parte de la aldea dispuesta en otra
colina y se entrevé la aguja del campanario parroquial.
Deolinda en aquel tiempo trabajaba en la
costura, ayudada muchas veces por alguna aprendiza. Alejandrina tenía 14 años y
durante la convalecencia de una fiebre intestinal, pasaba las horas en compañía
de su hermana.
“Un día – cuenta ella – estaba con mi
hermana y otra amiga trabajando en la costura, cuando vimos a tres sujetos
caminando en dirección a nuestra casa. Deolinda, con un presentimiento, me mandó
cerrar la puerta de la sala. Instantes después, oímos pasos subiendo la
escalera, y en seguida, golpes en la puerta.
― ¿Quién es? –
preguntó mi hermana. Y uno de ellos, que había sido mi amo, nos mandó que
abriéramos sin más. – Aquí no hay trabajo para ustedes, por lo tanto, no se abre
– respondió Deolinda.
Pasados algunos instantes de silencio,
sentimos que el mismo individuo subía la pequeña escalera que venía del establo
para nuestro cuarto a través de una pequeña puerta en el piso. Asustadas,
arrastramos hacia la puerta la máquina de coser.
Al darse cuenta de que estaba cerrado,
comenzó a golpearla con un martillo hasta levantar algunas tablas y abrir un
espacio por donde se metió en la sala. Deolinda, al darse cuenta de esto, abrió
la puerta y consiguió huir, a pesar de que los otros dos, trataron de detenerla,
agarrándola de la ropa.
La otra muchacha siguió detrás de mi
hermana, pero quedó presa de ellos. Al ver esta escena, me sentí perdida, miré
alrededor, me cogí desesperada de la ventana abierta y me tiré hacia abajo,
cayendo pesadamente en el quintal, a la altura de cuatro metros. Me quise
levantar inmediatamente, pero no podía, un dolor agudo me traspasaba mi columna
vertebral.
Nerviosa, apenas conseguí levantarme
arranqué del suelo una estaca y me fui en defensa de mi hermana, que estaba
luchando con los dos más viejos, mientras nuestra amiga, en el corredor, luchaba
con el tercero. No pensé más que en defenderlas.
― Fuera de aquí-
grité.
Fue un relámpago, el patán que estaba en
el corredor, asustado, soltó a la jovencita. Y yo sólo entonces reparé que en la
caída había perdido un pequeño anillo de oro.
― ¡Canes! Me
hicieron perder mi anillo... Entonces, uno de ellos, quitándose un anillo del
dedo, me lo ofreció, diciendo: “Toma este, y no sigas enojada conmigo...
― No quiero – los
atajé indignada ― vete ya...
Se retiraron y nosotras, excitadas
regresamos a nuestro trabajo. De todo esto, mi hermana y yo no dijimos nada,
para evitar cualquier tragedia, pero mi madre supo todo, informada por la amiga,
pasado poco tiempo, me asaltaron fuertes dolores en la columna vertebral y me vi
obligada a quedarme en cama varias temporadas, alternadas con espacios de
relativa salud.
Algunos años después, cuando Alejandrina
estaba en su lecho de dolor, prosigue contando la historia: “Como me gustaba
quedarme a solas con Jesús, sobre todo el domingo en que se exponía el
Santísimo, entonces insistía para que toda la familia fuera a al iglesia.
Así, un día, nada más salieron todos, me
puse a rezar el Rosario, y poco después oí que abrían el portón de la quinta y
con paso ligero subían la escalera, mientras una voz repetía con fuerza: “Abre
la puerta”.
Pronto conocí de quien era la voz y temblé
de susto... tomé con confianza en mis manos el rosario, pero quedé aterrada,
pensando en lo que podía acontecer... oía que empujaba la puerta y luchar por
abrir la cerradura... temblaba toda sin respirar, pues sabía que la puerta no
estaba cerrada con llave... ¡pero no sé como, la puerta no se abrió! Después de
esfuerzos inútiles, el pícaro desistió y se fue, a partir de entonces, nunca más
me quise quedar sola en casa, atribuyo a Jesús y a la Madre del Cielo haberme
librado de aquel mal encuentro.
El hombre que pretendía hacerle mal, llegó
más tarde a hallarse en una situación crítica, y fue muchas veces socorrido por
Alejandrina, nunca entraba en el cuarto de la enferma sin salir profundamente
conmovido. Y con lágrimas en los ojos, le dice un día al señor Abad: “Ella está
en la cama por mi culpa”.